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Este microlibro es un resumen / crítica original basada en el libro:
Disponible para: Lectura online, lectura en nuestras apps para iPhone/Android y envío por PDF/EPUB/MOBI a Amazon Kindle.
ISBN: 9788479537845
Editorial: URANO
Matthieu Ricard presenta un auténtico tratado de la felicidad, a la vez que una valiosa y convincente guía para nuestros individualismos carentes de puntos de referencia.
Todos aspiramos a la felicidad, pero ¿cómo encontrarla, conservarla e incluso definirla? A esta cuestión filosófica por excelencia, tratada por el pensamiento occidental con una mezcla de pesimismo y burla, Matthieu Ricard aporta la respuesta del budismo, exigente pero tranquilizadora, optimista y accesible para todos.
¿Quién desea sufrir? ¿Alguien se levanta por la mañana pensando: “¡Ojalá me sienta mal conmigo mismo todo el día!”? Consciente o inconscientemente, todos aspiramos a “estar mejor”, ya sea mediante el trabajo o el ocio, mediante las pasiones o la tranquilidad, mediante la aventura o la rutina diaria.
El problema principal en la búsqueda de la felicidad es la ignorancia. El budismo entiende la ignorancia como el desconocimiento de la naturaleza verdadera de las cosas, y de la ley de causa y efecto que rige la felicidad y el sufrimiento.
Para acabar con la ignorancia, el único medio es llevar a cabo una introspección lúcida y sincera.
El análisis consiste en evaluar honradamente y a fondo nuestros sufrimientos, así como los que infligimos a los demás. Eso implica comprender qué pensamientos, palabras y actos engendran indefectiblemente sufrimiento, y cuáles contribuyen a estar mejor.
Muchas personas creen que a veces hay que sentirse a disgusto, que en la vida debe haber “días malos” para apreciar mejor la riqueza de los instantes de dicha y “beneficiarse de lo agradable del contraste”.
Sin embargo, aunque esos momentos desdichados permitan dar más “relieve” a la existencia, nunca son buscados en sí mismos. Esta actitud ambivalente ante el sufrimiento también refleja la influencia persistente del sentimiento de culpabilidad asociado al pecado original en la civilización judeocristiana.
Cada cual es libre de buscar la felicidad con el nombre que quiera, pero no basta disparar flechas al azar en todas direcciones. Aunque es posible que algunas den en el blanco sin que se sepa muy bien por qué, la mayoría de ellas se perderán en la naturaleza, dejándonos sumidos en un doloroso desasosiego.
Considerar que la felicidad es conseguir que se materialicen todos nuestros deseos y pasiones, y sobre todo concebirla únicamente de un modo egocéntrico, es confundir la aspiración legítima a la plenitud con una utopía que desemboca inevitablemente en la frustración.
Si no hay paz interior y sabiduría, no se tiene nada para ser feliz. Si llevamos una vida en la que se alterna la esperanza y la duda, la excitación y el tedio, el deseo y la lasitud, es fácil dilapidarla poco a poco sin siquiera darnos cuenta, corriendo en todas direcciones para no llegar a ninguna parte.
La felicidad es un estado de realización interior, no el cumplimiento de deseos ilimitados que apuntan hacia el exterior.
Engendrando una felicidad auténtica o “sukha”, manifestamos un potencial que siempre hemos llevado dentro. Es lo que el budismo llama la “naturaleza de Buda” presente en todos los seres.
Lo que normalmente aparece como una construcción o un desarrollo no es sino la eliminación gradual de todo lo que enmascara ese potencial y obstaculiza la difusión del conocimiento y de la alegría de vivir.
¿Sería posible desentenderse de la felicidad de los demás o, peor aún, intentar construir la propia sobre su desdicha? Una “felicidad” elaborada en el reino del egoísmo no puede sino ser falsa, efímera y frágil. Entre los métodos torpes, ciegos o incluso desmesurados que se utilizan para construir la felicidad, uno de los más estériles es el egocentrismo.
La verdadera felicidad procede de una bondad esencial que desea de todo corazón que cada persona encuentre sentido a su existencia. Es un amor siempre disponible, sin ostentación ni cálculo. Es la sencillez inmutable de un corazón bueno.
Según la vía budista, el sufrimiento no es deseable en ningún caso. Eso no significa que, cuando es inevitable, no podamos hacer uso de él para progresar humana y espiritualmente.
Culpar sistemáticamente a los demás por nuestros padecimientos y ver en ellos a los únicos responsables de lo que sufrimos equivale a garantizarnos una vida miserable. No subestimemos las repercusiones de nuestros actos, nuestras palabras y nuestros pensamientos.
Si hemos sembrado semillas de flores y de plantas venenosas mezcladas, no hay que extrañarse de que la cosecha sea mixta. Si alternamos comportamientos altruistas y perjudiciales, que no sorprenda recibir una mezcla de alegrías y sufrimientos.
El budismo habla del sufrimiento en formación, del sufrimiento del cambio y del cúmulo de sufrimientos. El sufrimiento en formación es comparable a un fruto verde a punto de madurar; el sufrimiento del cambio, a un plato sabroso mezclado con veneno; y el cúmulo de sufrimientos, a la aparición de un absceso en un tumor.
El sufrimiento en formación todavía no se siente como tal; el sufrimiento del cambio empieza con una sensación de placer que se transforma en sufrimiento; y el cúmulo de sufrimientos está asociado a un aumento del dolor.
El sufrimiento se padece, pero la desdicha se crea. Aunque nos sintamos desbordados, impotentes ante tanto dolor, querer apartar la vista sería indiferencia o cobardía. Debemos implicarnos íntimamente, con el pensamiento y con la acción, y así hacer todo lo que esté en nuestra mano para aliviar esos tormentos.
¿Podemos concebir acabar con el sufrimiento? Según el budismo, el sufrimiento estará siempre presente como fenómeno global. Sin embargo, cada individuo tiene la posibilidad de liberarse de él.
No podemos esperar, en efecto, que el sufrimiento desaparezca del universo. Allí donde la vida se desarrolla, el sufrimiento se encuentra presente: enfermedad, vejez, muerte, separación de los que amamos, unión forzosa con los que nos oprimen, privación de lo que necesitamos, confrontación con lo que tememos, etc.
Según la filosofía budista, para ser activa, toda causa debe ser en sí misma cambiante. Toda causa forma parte de una marea dinámica que comprende un elevado número de otras causas interdependientes y transitorias.
Si pensamos en ello con detenimiento, desde un punto de vista estrictamente lógico, una causa inmutable no puede engendrar nada, pues, al participar en un proceso de causalidad que provoca el cambio, la propia causa se ve afectada por este cambio y, en consecuencia, pierde su inmutabilidad.
Debido a que las causas son impermanentes, la desgracia se halla también sujeta al cambio y puede ser transformada.
El primer obstáculo para la realización de la felicidad consiste en no reconocer el sufrimiento como lo que es. Muchas veces consideramos felicidad lo que no es más que sufrimiento disfrazado. Esa ignorancia nos impide buscar sus causas y, por consiguiente, ponerles remedio.
La diferencia entre el sabio y el ser corriente es que el primero puede manifestar un amor incondicional al que sufre y hacer todo lo que está en su mano para atenuar su dolor, sin que su propia visión de la existencia se tambalee. Lo esencial es estar disponible para los demás, sin por ello caer en la desesperación cuando los acontecimientos naturales de la vida y de la muerte siguen su curso.
En uno u otro momento de la vida, todos nos hemos cruzado con seres que respiran felicidad. Esa felicidad parece impregnar cada uno de sus gestos, cada una de sus palabras, con una calidad y una amplitud que es imposible no notar.
Algunos declaran sin ambigüedad, aunque también sin ostentación, que han alcanzado una felicidad que perdura en lo más profundo de sí mismos, sean cuales sean las vicisitudes de la existencia.
La negación de la posibilidad de la felicidad parece estar influida por la idea de un “mundo podrido”, creencia ampliamente extendida en Occidente, y según la cual el mundo y el hombre son esencialmente malos.
Este “síndrome del mundo malo” pone en duda la posibilidad de actualizar la felicidad. El combate parece perdido por anticipado. Pensar que la naturaleza humana es esencialmente corrupta tiñe de pesimismo nuestra visión de la existencia y nos hace dudar del propio fundamento de la búsqueda de la felicidad, es decir, de la presencia de un potencial de perfección en cada ser.
La realización espiritual es un desarrollo de ese potencial. No se trata de intentar purificar algo fundamentalmente malo; eso sería tan vano como empeñarse en blanquear un pedazo de carbón, sino de limpiar una pepita de oro para hacer que su brillo aflore a la superficie.
Según el budismo, controlar la mente consiste, entre otras cosas, en no dejar que las emociones se expresen indiscriminadamente. ¿Cómo quitarles a las emociones conflictivas su poder alienante sin volverse insensible al mundo ni empañar los tesoros de la existencia?
Si nos limitamos a relegarlas al fondo del inconsciente, resurgirán con un poder acrecentado en cuanto se presente la ocasión y no pararán de reforzar las tendencias que alimentan los conflictos interiores.
Lo ideal es, por el contrario, dejar que las emociones negativas se formen y disuelvan sin dejar marcas en la mente. Los pensamientos y las emociones continuarán surgiendo, pero ya no se acumularán y perderán el poder de convertirnos en sus esclavos.
No es necesariamente cuando sufrimos grandes conmociones interiores cuando nos sentimos peor con nosotros mismos. Los cataclismos a veces hacen que salga a la luz lo mejor del ser: valor, solidaridad y voluntad de vivir. El altruismo y la ayuda mutua manifestados en tales situaciones contribuyen considerablemente a reducir los trastornos postraumáticos asociados a estas tragedias.
En general, no son los acontecimientos exteriores, sino nuestra propia mente y sus emociones negativas las que nos incapacitan para preservar la paz interior y hacen que nos hundamos.
La mente merece que le dediquemos esfuerzos. Durante mucho tiempo le hemos dado rienda suelta y la hemos dejado vagar por donde se le antojaba.
En lugar de evitar mirar el sufrimiento interior, es aconsejable convertirlo en objeto de meditación, sin darle vueltas a los acontecimientos que han provocado el dolor ni examinar una a una las imágenes de la película de nuestra vida.
Cuando un poderoso sentimiento de deseo, envidia, orgullo, agresividad o codicia hostiga nuestra mente, evoquemos situaciones que transmitan paz.
Nuestras tempestades interiores amainan y la calma vuelve a nuestra mente. Aunque las heridas sean profundas, no afectan a la naturaleza última de la mente. Pese a las apariencias, también están desprovistas de existencia propia, por eso siempre es posible disolverlas.
A fin de aliviar el sufrimiento, también podemos cultivar un verdadero desapego. El desapego no consiste en separarnos dolorosamente de lo que amamos, sino en suavizar la manera en que lo percibimos.
Si miramos el objeto de nuestro apego con una simplicidad nueva, comprendemos que no es ese objeto lo que nos hace sufrir, sino la forma en que nos aferramos a él.
Hay que sentirse con alma de explorador y arder en deseos de hacer cosas que merecen la pena, vivir una existencia tal que en el momento de la muerte no haya nada que lamentar. Aprendamos a ser libres.
El punto central de la práctica espiritual es controlar la mente. La intención que debe conducirnos por un camino espiritual es transformarnos con vistas a ayudar a los demás a liberarse del sufrimiento. En un primer momento, eso nos lleva a constatar nuestra propia impotencia. Después, aparece el deseo de perfeccionarse para poner remedio a ello.
La invulnerabilidad respecto a las circunstancias exteriores, nacida de la libertad interior, se convierte en nuestra armadura en la batalla contra el sufrimiento de los demás.
Una vez que nos hemos adentrado en una vía espiritual y que la practicamos con perseverancia, lo que de verdad cuenta es percatarse, al cabo de unos meses o de unos años, de que nada es como antes y, sobre todo, de que nos hemos vuelto incapaces de perjudicar a sabiendas a los demás.
Y de que el orgullo, la envidia y la confusión mental ya no son dueños y señores de nuestra mente. Si una práctica, aunque sea sincera y asidua, no nos convierte en un ser mejor y no contribuye en nada a la felicidad de los demás, ¿de qué sirve?
La meditación no se trata sólo de experimentar un simple destello de comprensión, sino de acceder a una nueva percepción de la realidad y de la naturaleza de la mente, de desarrollar nuevas cualidades hasta que estas formen parte integrante de nuestro ser. La meditación necesita, más que empuje intelectual, determinación, humildad, sinceridad y paciencia. La meditación va seguida de acción, es decir, de su aplicación en la vida cotidiana.
La única felicidad verdadera es la que acompaña la erradicación de la ignorancia y, por lo tanto, del sufrimiento. El budismo llama Iluminación a un estado de libertad última que lleva aparejado un conocimiento perfecto de la naturaleza de la mente y del mundo de los fenómenos. Meditar nos ayuda a alcanzar esa iluminación.
El objetivo principal de esta obra es determinar las condiciones que favorecen la felicidad y las que la obstaculizan.
Para ello, tenemos que buscar la libertad interior. Ante todo, es la liberación de la dictadura del “yo” y del “mío”, del “ser” sojuzgado y del “tener” imperioso, de ese ego que entra en conflicto con lo que le desagrada e intenta desesperadamente apropiarse de lo que codicia.
Saber encontrar lo esencial y dejar de preocuparse por todo lo accesorio genera un profundo sentimiento de satisfacción sobre el que las fantasías del yo no tienen ninguna influencia. Sólo queda que emprendas el camino.
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Es un monje budista, autor, traductor y fotógrafo. Nació en Francia en 1946. Es hijo del filósofo francés Jean-François Revel y de la artista Yahne Le Toumelin. En 1967 realizó su primera visita a la India, donde se reunió c... (Lea mas)
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